Emilio
Prieto I
La historia profesional de Emilio Prieto, relatada en catálogo, hace honor a su obra, relativamente hablando. Hablando en plata, hace honor a la distracción de quienes, desde el año 62, no pudieron o no quisieron reconocer en este madrileño, de raíz sanabresa, al pintor más o menos problematizado, pero con la verdad de un pintor dentro.
Emilio Prieto fue, sigue siendo, si no único, estrictamente suyo. El ancho y el alto, la vertical y la horizontal, subyugan hoy el espíritu de este geómetra zodiacal e inspiran sus embelesos. Los hombres que no han intervenido en la elaboración de altitudes y longitudes las dan por hechas, tratan de vencerlas y lo consiguen a veces. Luego resulta que queda mucho más por vencer.
Prieto, desde su estudio, anda como un niño caviloso ante una pizarra, entre la altura, que le hace más pequeño, y la anchura, que se dilata para dejarle más solo. El color suple monotonía con voracidad; silenciosamente, sin espectáculo y sin aviso. Asciende, envuelve, devora. Observa una mansedumbre aparente, pero la acción interior de esa impavidez cobalto, lila, ardiente, hace infinito al infinito y planetaria la tierra. En esta alquimia, esto de convertir en vértigo estelar una lámina de color inalterable e inmóvil, extendiendo universos siderales como si extendiese colores sobre puertas, encuentro quizá la mayor sorpresa de esta obra, precisamente por su serena formulación.
Prieto se ha singularizado siempre, sin premeditación y sin claudicaciones, por la ansiedad supresiva. Hubo un tiempo en que la población de sus cuadros circulaba normalmente por éstos con supresión normal de cabezas. Recuerdo otra etapa, metido ya en este obrerismo de infinitos que sigue ejerciendo; entonces le interesaba más localizar o emplazar seres, apresados en su cuadratura geométrica, que, como en la actual exposición de Galería Internacional, inquirir misterios afines a levitación, teorema poético de gravedad y vuelo, ascensión y caída.
Ahora tiene algo de génesis y algo de circo. Ha incorporado el peligro al «fiat lux». Las sillas aerostáticas parece inducciones del triple salto mortal sin red. El lance podría acompañarse con el redoble augural del tambor o acaso con los coros del Juicio Final.
Surcando el vacío angelicalmente, la silla de cocina va hacia donde va sin descomponerse y sufre desmembramiento o martirio, según estaba escrito. Ahora bien, yo pregunto: ¿Asitimos solamente a un fenómeno mágico, poético, recreativo o a algo más profundo? ¿No existe, en el aceleramiento de esa modesta carpintería, una alegoría sarcástica o piadosa, alusiva a soberbias humanas, incluida la humildad? Frente al cuadro-desenlace, esas briznas de lo que fue algo o alguien también vienen a testimoniar que «allegados —son iguales— los que viven por sus manos y los ricos».
Los títulos de Prieto, «espacio para hablar», «Espacio para seguir hablando», «Espacio para cualquier cosa», hoy también espacio para enloquecer. Esa impecabilidad expectante del color liso y desmatizado pudiera emular la de la propia historia humana ante quienes pasaron con gloria o pasaron de largo ante ella.
Para pintar absurdos tan convincentes hace falta varias cosas. Creer en la pintura, en uno mismo y, acaso, sobre todo, creer. Entre la nada y aquello que puedera contradecirla actúa el color, quizá para indiferenciarlos, quizá para sugerir que hay un anverso y un reverso en lo que forma un espejo.
Uno ve en Emilio Prieto al más alentado, nítido y tenaz plasmador de quimeras en éter, de la quimera prometida. Pinta como quiere, mas sólo lo que quiere. La imperiosa densudez de los cuadros dificulta su comprensión, aunque se trate de axiomas presentados como tales. Es cierto que nos deja en vilo, o sea, más o menos, donde estamos. Ante estas magnitudes no hay más que esperar. Esperar o Godot, esperar el alba, esperar lo que venga y también lo que no vendrá. En todo caso, esperar que nos esperen.
Ramón Faraldo
YA. Madrid. Abril 1972
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