Testimonio a
Emilio Prieto
Prieto es madrileño con recrianza bierzana que incide en su pintura por secreta presencia o por precavida defensa para que no la interfiera demasiado la nostalgia o el relato anecdótico. Tiene veintiocho años y seis de pintura pública desde que la mostró por primera vez en 1962. Estuvo ya en Orense y expuso en Villar —1965—. Llegaba aquí invitado, como camarada de mocedad o coetáneo de escuelas, no sé, por nuestro grupo de artistas que entonces aún les llamaban «artistiñas» y estaban solteros. Luego vino sobre ellos un andacio o ventolera y se casaron todos en poco más de un año, con lo que el grupo se desvaneció. Digo, de paso: Los grupos de matrimonios se forman desde los matrimonios mismos, supongo que para sobrellevar su cariñoso aburrimiento (decía Merimée que «la felicidad es una especie de gana de dormir»); pero contra lo que se cree y quizá se espera, los grupos de la soltería se disuelven en el casorio. Es ley.
Expuso Prieto, antes y después, en muchísimos sitios; ganó premios numerosos sin adular personalmente ni estéticamente, que es lo más difícil. Volví a ver sus cuadros en Madrid en la Galería Toisón, que por regirla Modesto Sueiro es un poco la galería de nuestro obispado y provincia; y en la última Nacional de Bellas Artes, con Premio adquisición de la Diputación de su ciudad nativa. Desde aquel Orense de hace tres años largos, con «tintos» en pandilla, interminables charlas sobre arte y política. El Land Rover del Chicho, con todos arreo, por los paisajes invernales (recuerdo la exaltación dionisíaca, aún no siendo época, de Emilio casi tomando las nueve ondas en la playa de La Lanzada rugiente, llovida, intratable, y una «lobada» final de maricos que él pagó —¡pobre!— en la Rosita, de Cambados); desde aquella ocasión, digo, el pintor se nos fue quedando como propio, ligado a un momento de cordialidad y entusiasmo de los mismos jóvenes que, de repente, parecieron dejar de serlo.
En aquella visita, la pintura de Prieto me pareció contenida
—no detenida—, tenebrosa adrede, sublacustre. Placentaria, qué sé yo, como caótica. Ojo: Caos no es confusión sino posibilidad, germinación probable, tensión oscura. Está siempre al principio de cada cosmos. El Creador no manejó otra materia prima. El pintor que no parte de esta potencial y tormentosa —y también atormentadora— abundancia, puede que llegue, y que llegue incluso tempranamente, a esa cosa relamida llamada «perfección» que suele no tener demasiado que ver con el arte desde «dentro» del verdadero artista, desde su radical e insaciable descontento. Se ve que el proceso de este joven
pintor auténtico, es —¿cuándo no?— de eliminación, de concentración. He aquí una frase que en su día, me conmovió: «La fuerza de una obra de arte está compuesta de aquello a que se renuncia». Montherlant. Coincide con otra de Stendhal, en sus estudios sobre Miguel Ángel: «… poseído por una suerte de furor contra el mármol que le ocultaba la estatua…». Pueden aplicarse a todo: el poeta perdido en la mareante posibilidad de las palabras, el músico condenado a escoger en las marañas del acorde, el pintor conminado por las Furias, viandante entre sus ráfagas y clamores sin perder el sendero. Yo no he visto, al respecto, desasosiego más febril que el de este muchacho. Volviendo a la comparanza orféica: las insinuaciones, los
proxenetismos de la moda; los bueyes antes del carro de las teorías: he aquí otras euménides no menos extraviantes —o falsamente justificativas— del joven artista actual. Prieto, naturalmente, no las ignora. Es más, a veces les pasa tangencial no por ir en su busca sino porque estaban en su itinerario; además de teorías (casi siempre formuladas por quienes no tuvieron la obligación de pintarles) eran conclusiones del tiempo, de su tiempo, lugares a donde se llega, por los que se pasa aún sin proponérselo. Sólo
así, y nada menos que así, Emilio Prieto será de los pintores que habrá que tener en cuenta al procesar nuestra moderna pintura. Y si no, al tiempo.
No puede seguir, no es de mi oficio. Sólo quiero que Prieto no me pase en balde por el pueblo aún siendo estas líneas tan mal pago. Digo, pues, como testimonio, que su pintura, ya desde nuestro reencuentro en la Nacional, abrió claros, levantó sombras, instaló bajo luces mayores una humanidad insinuada, implícita en el dolor más que dicha en el desgarro mitinesco de un arte comprometido
—casi siempre más lo segundo que lo primero— existente por su «ser ahí» en un ámbito propio en la resonancia de un «natural» que se dice como «ser ahí» sin más, sin predicaciones gárrulas, sin anécdotas para el sadismo burgués, sin pies forzados del símbolo: la meda del trigo, casi su esencia plástica, en la perspectiva; la mujer sin cara, sólo el cuerpo para el agobio; la línea del horizonte en grieta final, plateada como una esperanza inconcreta; la tierra, tierra-tierra, con sus ocres, con su paso del hombre, invisible, por ella; la habitación humana subsumida en un cosmos donde manda el conjunto de la soledad siempre recién creada… He aquí los cuadros vistos en el Museo Arqueológico.
La plástica de Emilio, sin dejar el combate, se encalma ahora en instantes de finura poética, de pugna en suspenso, de musical afinación de los tonos (también hay una música intertonal) donde el trato con los colores, llevados a un nuevo despejo y a una luminosidad de alto magisterio, se comunica al espectador, sin concesión y sin agresión, por las vías del lenguaje más noble y del arte más convicto. Por encima de cualquier otro recodo expresivo, siempre posible, estos cuadros que aquí veo, son plástica, pintura casi desnuda que es su mejor y más difícil ropaje…
Dejo aquí el testimonio, orensano y amigo, de una legítima alegría al paso de este pintor por mi pueblo y por un tramo tan expresivo de su carrera.
Eduardo Blanco-Amor
Auria. Domingo 12
LA REGIÓN. Orense, 14 de Enero de 1969
|