Paisajes de Emilio
Prieto
No nos gustan las grandes palabras, las pretenciosas palabras de perfil pedante cuya hinchazón desborda el lenguaje claro y preciso, pero a estos paisajes del joven Emilio Prieto les conviene el término de metafísicos. Porque el espacio, ese concepto caballo de batalla de todas las filofías, lo es todo en ellos. Espacio puro, vacío, solamente habitado por el color, sin cuya presencia sería imperceptible. Y el color, en el mundo físico, es lo menos material de la materia, como que no es una sustancia, sino una propiedad de los cuerpos, algo que cambia o puede cambiar.
Paisajes planos, la «res extensa» cartesiana en oposición a la «res cogitans», la realidad que tiene extensión frente a la realidad pensante, los dos términos esenciales a que se reduce en última instancia el universo humano, esto es la pintura de Prieto, como una grande y profunda simplificación de la abigarrada y pululante vida en que estamos inmersos.
Como consecuencia de esta categórica operación de eliminación, el pintor se queda solo con el color, principio y fin de la pintura. Espacio y color son, pues, los protagonistas absolutos del arte de Emilio Prieto. ¿Nada más? Ni nada menos.
Hay algo más, algo que puede ser menos: la presencia de lo humano representado por esas figuras indumentarias, trajes sin cuerpo, que expresan el anonimato y la despersonalización. Ya no hay hombres ni mujeres, sino fantoches descabezados; la sensación de vacío se acentúa y de ella surge un sentimiento de profunda soledad y desolación.
¿Qué quiere decirnos el pintor con estos desiertos iluminados? ¿Solamente el grado de virtuosismo alcanzado en la exquisita
manipulación de los pigmentos? ¿La pintura por la pintura misma? toda experiencia artística es una lucha por la expresión, por obtener un lenguaje. Nadie se libra de esta forzosidad humana de hablar a los otros. El arte por el arte, la pintura —libre de anécdota— como fin en sí mismo son patrañas, alucinaciones. Todo arte es vehículo de algo ajeno a sí, aunque a veces forma y contendido —pintura y sentido— se funden tan íntimamente, tan comprensivamente, que sea poco menos que imposible distinguir el uno del otro. Pero toda obra artística dice siempre más que su propia materialidad, que su propia realidad material por muy despojada que se halle de significaciones.
Emilio Prieto, rebosante de humanidad, no es un esteticista, un espíritu pedante y estragado. Su
pintura, con toda su ascética sobriedad, con su difícil sencillez, es efusiva, afable. Nos habla del anhelo de evasión y de la angustia de un hombre de nuestro tiempo, abrumado por el acoso insufrible de una civilización alienante, llena de cosas, que trata de arrebatarle su humanidad, impedirle ser sí mismo.
Paulino Posada
CRIBA. Madrid, 28 de Noviembre, 1970
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