La huella de Emilio
Prieto cae sobre las cosas
Puedo estar apartado, mas no ausente;
y en soledad, no solo (…)
(Francisco de Quevedo)
Cuantas tardes viudas
arrastraron sus mantos sobre el mar.
(Gerardo Diego)
Abordo estoy de lo que fue
(Emilio Prados)
Me he puesto a contar, hojas, frases, líneas, palabras, títulos a los catálogos y cuadernos de arte en montón del pintor Emilio Prieto, a ver mientras se me van las tardes cuadros y fotos de cuadros de Emilio Prieto, y saber, digo, que el tiempo y su ejercicio de espera pasan, pesan, nos superan y van
dejando atrás, más lejos, como en esa instantánea sin «polaroid» (miro) del artista joven en la resina sintética de mister Land, muy joven entonces y que estrenaba barba, que se llevó recortada, con un pincel en la derecha junto a la otra mano sin acomodo, preocupado el rostro que ilumina viva luz mientras éste se pierde y recupera en la nada, el limbo, que eso es retratarse, dejarse aparecer un otro día, años después e invitar a una ronda de lo que estén bebiendo a los amigos, un bote de latón con colillas, un vaso vació de algo que no está, las arrugas primeras en la frente de un muchacho de veintisiete años que posa junto al caballete que ocupa un cuadro que representa una de sus figuras sin cabeza, un hombre alguien junto a la pared vistiendo uno de aquellos jerseys de cuello alto, y Manuel Conde que comenzará escribiendo en ese cuaderno número 53 bis de las Publicaciones españolas, acerca de éste: «Enigmático, silencioso mundo, desolados ámbitos para seres sin nombre, que acaso llegan del país de los ecos, del dolor en penumbra, el que Emilio Prieto refleja en su pintura», para añadir más tarde que «puesto que es obra de un artista solitario, es decir, de un hombre que no se ha alistado bajo ninguna
ideología determinada, que no está ni a favor ni en contra de la abstracción “informalista”, ni del “Pop-Art”, ni de eso tan resbaladizo, como concepto, que se llamó (hace unos días) “Nueva Figuración”, los factores positivos que hemos de anotar en su cuenta han de ser de índole estrictamente personal e intransferible». De ahora a entonces, el tiempo. Un día, de seguro, no podremos. Desconozco casi a ese Emilio Prieto de 1967, y, si acaso, sé seguir mejor a Emilio por sus cuadros, y no por este laberinto de la vida, que nos desenreda y aun nos salva gracias a la tenaz cordura de pintar, escribir, fumar y ya no fumar interminablemente, buscar sosiego. Sosiego pide este hombre que se ha saltado el medio siglo viviendo minuto a minuto y brindando con lo que caiga. Sólo lo temperan sus cuadros, y, ante ellos, uno comprende y siente ese doloroso rastro del que se impregnan figuras prestadas de Monet, Fortuny, Goya, Vermeer, Millet, Rembrandt…, horizontes propios, cielos de todos, hasta lograr la calma. Desordenado en sus vivencias, habita la pulcritud pintado; pintar la salva de interminable fuga; pintar la colma de olés la vida en prietos blancos, azules, azulesblanco, como quien escapa a la negrura sin quedar ciego para siempre. El pintor vislumbra el cuadro que
contiene el lienzo, justo cuando los demás pueden ver un espacio en blanco, apenas. Acaso ahí reside el secreto, y no es poco, en meterse por entre los hilos e irse liberando en el nuevo espacio creado, pues en la creación de uno ya no zascandilea nadie, nadie secretea, ni da gato por liebre. Hay un poco de locura en esta cuerda construcción del pintor pintando en acto de fe la paz que le apetece al cuerpo. Aunque, tal vez habría que decir lo hasta aquí dicho en otra forma: que el pintor es él el mismo desde aquello mediados años sesenta en que iba del pop a los
surrealismos y a la inversa; que la pintura toda de Emilio Prieto surge del conflicto con la vida, y remansa o purifica; que éste pinta un rico paisaje mental, es decir, ideativo, en el ámbito poético de la pintura —pintura, siendo su constructivismo figurativo más último el resultado sin tercerías de ir acomodando saberes plásticos y humana sensitiva sensibilidad que, cada vez, se inclina más hacia un progresivo buscarse en sus adentros y dar en universalidad bien ordenada, austera. Al artista sólo la universalidad le salva, su poder moral, y le salva el orden como resultado, esto es, el final concierto y armonía tras la tensión de urgar entre cosas disparejas. Tal es así que aquello que dijera Carlos Areán de éste en 1966 sigue ajustándose, vemos, a la verdad patrimonial de Prieto y su perfil: «Parte de sus propias vivencias anímicas, estruja en su alma la materia de lo que será luego su cuadro y convierte su aprehensión espiritual en objetivización plástica, en nueva materia espiritualizada y no refulgente de color y de luz, sino voluntariamente castigada e interiorizada incluso en la propia superficie del lienzo». Así, este proceso yoístico cuento que abierto a las realidades de particular interiorización-objetivación, ver para verse, pues, ha cambiado por personal, muy poco pese a que los resultados plásticos del pintor, parece obvio, son muy otros en los temas de sus series contenido de apenas variación, que ocupan y separan décadas. Desde el pop al surrealismo aparente de sus personajes descabezados, metafísicos, su obra no ha mudado en soledades: ni de aquellos mediados sesenta a los setenta de sus figuras de solas muchachas saltando el «La-la-lá» un poco bronco de Massiel, árboles, bailarinas tomadas en un gesto, padres de familia con la fila natalicia de sus cinco hijos de la mano, pájaros, barcas, sillas y sillas de playa ya puestas en inmenso horizonte, aunque de un fauvismo monocromo en grises, sepia, apagados malva, como de cartulina, se ha alterado su equilibrio de composición y esmero en pinceladas. Desde lo construido, la figura es un guiño, la anécdota que acompaña. Desde la figura, lo mental constructo simplemente realza, ayuda y hasta, en sus límites, aísla. La figura dinamiza el plano, ordenándolo; lo desdramatiza toda vez que lo sujeta a lo concreto. El plano, por contra, perpetúa personajes, da en otros estatismos, muda pautas asignadas y resalta el rapto de sillas casi hamacas de balneario finisecular y sillas de mesa, barcas, pájaros, padres viudos en familia, árboles varios o uno, perros olfateando el rastro perdiguero en viaje de ida y de regreso sobre la superficie de su mismo color plano. Para entonces, a mediados de los setenta, Emilio Prieto construye ya sus franjas y horizontes ideativos, los surca con una referencial línea blanca y establece sobre ellos una figuración mínima y esquemática, parafotográfica, cabe, sin serlo, que más tarde será la de aves yendo y viniendo por encima del horizonte puro y que, a la postre, se resolverá con el concurso de esa figuración hurtada, escamoteada a Goya, Monet, Vermeer, Rubens, etc., en cuanto hay de homenaje a los maestros pero también de charlotada, confrontación, descreimiento y relectura, mas en la prédica misma de las afirmaciones de Malraux en La cabeza de Obsidiana: «Ni Cézanne se propone copiar el Cristo en el limbo, ni Van Gogh la Pietá. Parecen haber querido pintar, cada cual a su manera, el cuadro vivo sugerido por el cuadro». Pero espacio asistido de figuras ajenas en su origen y figuras ajenas puestas en silencio no dejan un sentir doloroso ni extraño tampoco en el espectador, ni siquiera en este Emilio Prieto primer espectador de lo por él representado, sus figuras en justo, renovado espacio. Tras todo ello y sus tensiones asistimos al conflicto del cuadro ya resulto, pues cada cosa, vemos, está en su sitio y sin estorbo. En éste un ejercicio de cultura en el que sobre un escenario simple se diría, unos personajes conocidos vienen a continuar con sus tareas habituales o a recitar unos versos en Arcadia virgiliana. Lo ha sabido valorar José Hierro: «Se trata de pintar las aguas congeladas de un río y su ribera. Luego, arrojar a las aguas seres pretéritos. Y cuando pasen ante nuestros ojos, lentísimamente, como si no se moviesen del mismo lugar, captarlos en su movediza inmovilidad». El propio Prieto reflexionaba a su vez: «Si el túnel del tiempo existiera, si las razones fueran lógicas, si la lógica tuviera razón, no hay ninguna para asegurar qué es lo que debe ser, o cómo es. Las cosas son, los hechos fueron, son o serán». Es ésta una percepción que conduce a una práctica poética, a un querer juntar orillas de las cosas, enmendar, recolocar. Asistimos, pues, a una recolocación y mejora casi espontáneas, mas sólo capaces cuando, de otra parte, todos sus elementos han sido largamente ensayados. A esa exactitud alude José María Iglesias: «El lugar que Emilio Prieto designa para cada figura es de gran importancia. De ahí se genera todo el cuadro. Los planos se aglutinan, se integran, en torno a las figuras. Son referencias, antes que similitudes. Los límites de ellos conjugando horizontales y oblícuas, entonados con las transiciones de color, renunciando a toda textura que pudiera perturbar la pureza cromática, son trayectos ópticos que unifican lejanías y primeros términos y vienen a componer el escenario, el espacio vacío, en el que los personajes vienen a existir en su eterna actitud. Planos y figuras —no figuraciones— que encuentran su acabada definición plástica con la línea blanca que recorre una estudiada parte de cada obra». Y así es, en puridad, pues cabe hablar, en lo que atañe a su composición, de signos culturales o figuras emblemáticas que se desplazan por un espacio sensible, y, aun con todo, su eternizarse nos aleja de Rembrandt, Millet, Vermeer, Goya, Fortuny o Monet para ver con otros ojos señoritas que bordan en imposible limbo, damas mirando al mar, paseantes justicias en su ronda, o la soledad vencida por sobre cuerpos desnudos de mujer. Asusta ese permanecer para siempre, cuando los demás nos vamos; y hay quien deja luces encendidas en la casa como señal de que estuvo allí un cierto tiempo de su vida. Pero no es el tiempo, sino el cómo y con qué llenarlo. Tampoco es la ciudad, este Madrid
machihembrado, sino el qué vendrá la vida a poner detrás de tanta casa, tráfago, tráfico a todas horas. Ante eso, los cuadros de Emilio Prieto, cada vez más libres de sus dudas, puestos a salvarle, también a nosotros nos salvan.
Manuel Lacarta
Catálogo de la exposición individual en la galería Espalter
Madrid 1994
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